3. Fiebre

 mi alma

se cansa antes que mi cuerpo.

No recordaba que tenía este blog. Transcurrió mucho tiempo desde la última vez que lo revisé. Los blogs no me suelen durar demasiado, de cualquier forma. A las pocas entradas lo termino borrando, siempre encuentro algo que sea motivo suficiente. Si no es cómo escribo es lo que escribo, me termina molestando ver mis palabras plasmadas. Cuando era adolescente tuve un blog que sí me duró varios años, por lo menos tres. Era del tipo pro-ana y mía que es su momento fueron un boom en Blogspot. El mío era particularmente popular. 

Hace poco me pesé, algo que no hago en lo cotidiano. La balanza marcó 67.9 kilos, se me ocurrió entonces que la persona que fui durante la adolescencia se habría horrorizado. Creo que no me importa demasiado, no me quita el sueño como antes ni me dispone a contar calorías, si bien tengo algún que otro día en el cual siento que mis formas están mal, que no me gusta el grosor de mis piernas o el tamaño de mis brazos. Pero este cuerpo soportó tantos dolores y tantas cirugías que el sólo pensar en lastimarlo más es agobiante. Cocino mejor y me alimento bien, a veces. Qué más da. Son mejores otros enfoques. 

Pasaron tantas cosas. Pandemia, Coronavirus, noticias, barbijos, alcohol en gel, manos secas y filas en la calle (el otro día vi una fila de diez personas para entrar a un vivero, de lo más curioso). Llevamos así desde marzo, más o menos, con más de 200 días de aislamiento mal organizado por el gobierno. Pánico establecido, calma subrepticia, muertos que son un número y no veo en ningún lado. 

Cuando aconteció la pandemia de gripe H1N1 en el 2009 la pasé, no obstante, peor. Lo interesante es que nadie en mi entorno la recuerda demasiado. Cerraron las escuelas en la mayoría de las provincias durante uno o dos meses, dependiendo, y si tenías síntomas los médicos no querían pasar a tu dormitorio. El alcohol en gel era una novedad en el sentido de que nadie lo llevaba abrillantado y colgando de la mochila y la farmacia de la esquina de mi casa había quedado desabastecida. 

Yo me enfermé casi al final de la cuarentena escolar. Vivíamos en el departamento de Los Incas y todavía no estaban con nosotras ni Rocky ni Fabio. Sólo mamá y yo en un piso amplio y poco amueblado. No puedo evocar cuándo comencé a sentirme mal, sólo que, cuando caí fue contundente. Habré estado una semana oscilando entre la inconsciencia y el padecimiento. Me quedaba inmóvil en la cama dando el rostro hacia la pared y no podía abrir los ojos. No bebía agua ni comía, creo que mamá me hidrataba de a cucharaditas (tal como hizo mi abuela cuando tuve apendicitis). La cabeza y el cuerpo me dolían tanto que cuando estaba despierta sólo intentaba dormirme de nuevo. Sé que una vez mamá me levantó y me sumergió en la ducha fría, ella aún no se había operado la columna y tenía una fortaleza que en ese momento no sabíamos lo valiosa que era. 

Después de una semana un médico vino de nuevo. Era un hombre mayor, pero apenas lo recuerdo, apenas lo veía como una matiz que se movía entre las esquinas de la habitación. No sé si me revisó, pero en mi deliquio pude ver que le extendía una pastilla a mamá y a los dos días pude sentarme en la cama, ver una película independiente en I.sat (algo de una nadadora juvenil que quería cruzar un río helado para batir un récord) y comer un par de galletas de arroz con queso y té. 

Los años siguieron. Acá estamos, estoy, todo es rotundamente diferente y, en esencia, igual. Los cambios que sobrevienen mi vida no son algo novedoso. Voy a otra universidad, me separé (no lo decidí yo), mi actual pareja me hace reír y enojar, mamá ya no cuida de mis dolencias y estoy en un club de lectura pero sigo comprando novelas de Stephen King. De cualquier forma hay mucho en todo esto. Está bien. 

Eso es algo bueno. 

D.