Él cae, pero el piso se abre y sigue cayendo
porque la piedra del pecho
lo hunde en un abismo blanco.
No sé cuándo empecé a tener tanto miedo. Tal vez siempre estuvo ahí, creciendo en silencio, como un bulto detrás de la pared que uno no se atreve a tocar por si sangra.
Desde chica sentí que todo era terriblemente complicado. Elegir una carrera. Faltar a clase por una entrevista que termina siendo una pérdida de tiempo. Sentir esa piedra en el pecho, la misma de siempre, la que no cae sino que me hunde.
Pero me levanto.
Cada día, con una voluntad que no me explico. A veces tardo más de lo que debería en salir de la cama. ¿Cuánto es demasiado? ¿En qué momento el descanso se vuelve culpa? Me levanto. Ordeno la casa, alimento a los animales, doblo la ropa, mando currículums, abro el cuaderno de la facultad. Hago todo eso con un esfuerzo invisible.
Hago lo que hay que hacer: limpio la casa, alimento a los animales, ordeno la ropa, abro el cuaderno de la facultad. Envío currículums con una fe que no me pertenece. Pero cuesta. Todo cuesta como si estuviera a punto de quebrarme en cada movimiento.
Estoy enamorada de Vinicio y siento que este amor ya está herido de muerte.
Fui a una reunión en su casa y sólo pensaba en huir. No por lo que había, sino por lo que faltaba.
Cuando una de sus amigas —esa que habla como si supiera más de lo que sabe— dijo “Vini y yo vivimos juntos mucho tiempo”, sentí cómo la piedra en el pecho se rompía en pequeños trozos filosos. ¿Qué respuesta esperaba? ¿Una felicitación? ¿Una broma cómplice?
No dije nada. Me tragué los fragmentos.
No sé cuándo empecé a temer tanto. Al amor, al contacto, a lo desconocido. Al futuro. Especialmente al futuro.
Tal vez fue Camus quien dijo que el único sentido de la vida es que termina. O quizás lo leí en otro lado, no importa. La muerte nos organiza el calendario.
Yo no estoy hecha para esta vida. No para esta. No para la que se levanta a las seis, se sube a un colectivo atestado y viaja kilómetros para que le digan que no.
Estoy cansada.
Este año todo lo que amé se desvaneció. Las formas del amor cambiaron, las amistades se deformaron.
No hay ningún dios al que pueda rezarle.
Sólo esta voz interior que insiste en narrarse para no desaparecer.
D.