106. pasional
Una breve pausa mientras se hace la comida (¿qué es una pausa sino breve?), y yo, otra vez, todo el día en mi cabeza. Me habito con la intensidad de quien no puede mudarse de sí misma. Los minutos me pesan como una piel mal colocada.
Me pregunto si Vinicio seguiría amándome si me conociera realmente. No la versión que armo, que modero, que presento. No la risa amable, ni la tristeza domesticada. La verdadera. La que se arrastra a la cocina en silencio, que observa los cubiertos con una melancolía absurda. Me miro al espejo con ojos que han visto demasiado y aún así no entienden naday me pregunto si él podría mirarme el alma sin salir corriendo.
Pienso en toda la gente que amé. Si alguna vez, de verdad, me amaron también. ¿O amaban el reflejo que daba? ¿La promesa que arrastraba? En el fondo siempre temí ser una confusión que otros supieron sostener un tiempo, hasta que no pudieron más.
Observo los ojos de Gabriel y el tiempo se revuelve. Vuelvo, sin quererlo, a la casa de Bernal. A esa presencia digital que fue, por días, mi única compañía. Hoy lo tengo frente a mí, real, corpóreo, y me asalta el duelo del futuro no vivido. ¿Qué versión de mí habría florecido con él? ¿O me habría marchitado igual?
Vi me dice que mi rostro cambia cuando bebo. Que se me escapan las máscaras o se me resquebrajan. No sé. Sólo espero que, incluso así, mis ojos sigan siendo amables. Que haya algo en ellos que no devuelva miedo ni espanto. Algo que lo haga quedarse.
Y sin embargo, lo lamento. Todo lo lamento. Se me enciende el pecho como un altar pagano, arde una pasión que no obedece a nada. Están todos ahí, en ese latido abrazador que me sacude las sienes: Vinicio, Gabriel, la niña que fui, la mujer soy y no sé si seré, los que no llegaron nunca. Mi corazón es un cuarto oscuro con demasiadas siluetas.
Sólo sé amar y enloquecer.