108. calesita

 Espera,

aún la nave del olvido no ha partido.



Cuando vivíamos en Freire, mamá solía llevarme a una calesita que quedaba al lado de las vías del tren. Era un terreno humilde, con un portón oxidado y pasto crecido en las orillas, pero para mí era un reino. El caballo con silla de cuero era mi fascinación: marrón oscuro, con la pintura descascarada y las riendas rotas. 

La calesita abría tarde, y las luces, esas bombitas pequeñas de colores, apenas parpadeaban en lo alto como estrellas nuevas, justo cuando el cielo empezaba a oscurecerse. Mamá me agarraba fuerte mientras girábamos, y su mano me sostenía como si fuera el único punto fijo en todo el mundo.

Ayer pasamos con Flor por ahí. No buscábamos nada, sólo caminábamos aunque yo sostenía una ligera esperanza. Nos sorprendió que el lugar siguiera existiendo. El portón seguía allí, con la pintura comida por los años. Estaba cerrado y parecía más un recuerdo que un espacio real. No creímos que funcionara todavía. Sentí una mezcla entre ternura y resignación. Dejar que algo termine sin despedida siempre duele un poco.

Fuimos a tomar un café. Hablamos de todo y de nada. Caminamos por Belgrano como si estuviéramos desenrollando una tarde larga. Y cuando el sol ya caía, decidimos volver a pasar. Sólo para mirar.

Y ahí estaba. Brillando.

Las puertas abiertas, la música suave, los caballos pintados, los cochecitos girando como si el tiempo no hubiera pasado. Corrí. Sentí que tenía cuatro años otra vez. Saltamos, nos reímos. "Tiene más de cincuenta años", dijo el dueño. Nos dejó subir. Nos abrazó con su gesto sencillo, como si entendiera lo que eso significaba para nosotras. Dimos dos vueltas. Flor me tomó la mano mientras girábamos. Yo miraba las luces, el cielo, los juegos. Todo estaba ahí, como entonces.

La madera crujía, el aire olía igual. Me dieron ganas de llorar, pero no de tristeza. Era otra cosa. Algo parecido a tocar el corazón de un recuerdo y notar que sigue latiendo.

Ayer, por un instante, el pasado y el presente fueron lo mismo.

D.