112. lutero
Ayer tuve un día de prueba como camarera en un café cerca de casa. El trabajo, una garompa. No por el lugar, que era lindo dentro de todo, sino por la naturaleza misma del oficio. Hay una idea instalada de que ser camarero es algo fácil. Nada más lejos. Es un desgaste de cuerpo y alma. La gente que de verdad tiene "vocación de servicio" podría estar al pie de la cama de un enfermo. Ven a los demás, más allá de sí mismos. No sé bien cómo explicarlo. Hay un talento raro en anticipar el pedido de alguien sólo por cómo se acomoda en la silla, por la manera en que deja el abrigo. Y todo eso, ¿para qué? Para terminar con las piernas doloridas, el cuerpo roto, limpiando cada rincón por un sueldo miserable.
No entiendo por qué vuelvo siempre a esto. Nunca logré sostener un trabajo. Siempre hay algo que me hace querer salir corriendo a mitad del turno. Cuando me llamaron del Rossi estaba demasiado mal, honestamente. Creo que hubiera sido un buen lugar, pero no podía ni conmigo. Vivir era un tormento. Además, levantarme a las 4 de la mañana para ir desde Bernal era extenuante. Me costó adaptarme a la estructura de empresa, todo demasiado ordenado, demasiado prolijo. Venía del caos de la gastronomía, no estaba lista para usar camisa. Qué sé yo.
Después vino Entelequia. Fue cuando me esforzaba por conseguir trabajo en una librería. Mandé decenas de currículums. Muchísimos. Ni el Ateneo, ni Cúspide, ni Galerna. Nada. Algunos me hicieron hacer preocupacionales incluso, para después no llamarme más. Al final me contactaron de Entelequia, una comiquería. Mala mía: no pregunté demasiado, asumí que estaría cerca de los libros y terminé en el depósito, envolviendo chiches baratos. Todo lo que la gente compraba online: varitas de Harry Potter, tazas, kits de Naruto, mangas, juegos de mesa ridículos. Papel burbuja, cartón, cajas improvisadas. Ni eso tenían. Ni tiempo de descanso. Me pagaban por semana. Un desastre.
Poco después entré en Farmacity. Al principio estaba cómoda. No me estresaba, aunque el trabajo sí lo era. Podía estar en caja con el sistema colgado y una fila interminable sin inmutarme. Al menos no me jodía las manos, eso ya era ganancia. Eran pocas horas, los descansos estaban bien, y mis compañeros me caían bien… hasta que me pasaron a la sucursal de Barrio Chino. Horror total. Una de las peores experiencias laborales que tuve. El trato entre compañeras era pésimo, el local siempre reventado de gente, la música al palo. En Juramento apenas se sentía, pero ahí me taladraba el cerebro. Y siempre querían que limpiáramos esas estanterías de mierda. Cambiar precios, romperme las uñas, mover todo de lugar una y otra vez. Lo odié. Renuncié a los cinco meses.
Farmatodo fue parecido, pero no tan trágico. Aunque ya llegué enojada. No teníamos seguridad y robaban todo el tiempo. Yo ya no quería limpiar más, no quería nada. Estaba harta. Fue en plena época de caos: el abuelo internado, papá en cualquiera, mamá, la mudanza, Julio que me odiaba, Alex... todo mal, todo roto. Un desastre.
Creo que renuncié en marzo. No estoy segura. Recién ahora me dan ganas de volver a trabajar, pero no sé en qué. Ayer lo hice, trabajé, volví a casa con el cuerpo arruinado. No pensé que me iba a pegar tan mal. Me dolía todo, sentía la cabeza a punto de estallar.
Me anoté a algunas materias de Historia, aunque había dicho que este cuatrimestre iba a retomar Enfermería. Me siento perdida. Por ahí vuelva a la Cruz Roja con tal de no sentirme inútil. A veces pienso en los trabajos donde me sentí parte de algo: Chicama, Monk, Punto. Tenía compañeros que hacían del día llevadero, agradable. Quiero algo así. Sentir que pertenezco, aunque sea unas horas. Ser útil. Usar este cuerpo golpeado para algo. Y sí, tener plata, claro. No se trabaja sólo por vocación.
Ojalá encuentre un puerto. Pronto.
D.