117. tormenta

With a whisper, we will tame the vicious seas
Like a feather, bringing kingdoms to their knees


Acabo de terminar de publicar varios libros. En la última semana tuve un par de ventas. No es mucho, pero me viene bien. Además, aprovecho para comprar, leer y revender, aunque no siempre al precio más conveniente para mí.

Todavía tengo muchísimos libros. La mayoría son míos, pero también hay algunos de Fabio y otros que ya estaban en la casa de Vi cuando me mudé. En algún lado leí que una biblioteca es identidad. En otro, que los libros de una persona fallecida acaban vendidos por los familiares a precios irrisorios. No lo juzgo, pero prefiero ir vendiendo yo lo que ya no me toca el alma y guardar lo que sí.

Me gustaría que alguien leyera, alguna vez, mis libros favoritos.

Estoy cansada. Elvis no nos dejó dormir. Anoche hubo una tormenta como hacía tiempo no había. El ruido lo puso nervioso: iba de un lado a otro, se subía a la cama, se bajaba, nos tocaba con las patas. Cuando la lluvia aflojaba, dormíamos un poco. Probé cambiarme de cuarto, pero solo conseguí que el perro recorriera la casa entera, molestándonos a los dos.

Vi se quedó en casa y el día tuvo la calma engañosa de un sábado. Tendría que haber visitado a mamá y había quedado con Alex, pero no tuve ánimo de salir. En cambio, me puse a revisar la biblioteca del living: qué libros iban a la basura (como los de anotaciones de la Cámara de Diputados) y cuáles podían venderse. A veces me sorprende lo que la gente compra.

Más tarde salimos a comprar algunas cosas. Mañana vienen amigos de Vi. Por extensión, amigos míos también. No tengo muchas ganas de recibir gente, pero puede ser un buen aliciente para lo que me espera el domingo.

Fabio me dijo que no le dé demasiada importancia, que recuerde que cuando los necesité, mi familia me dio la espalda. Lo curioso es que los necesité toda mi vida. Ellos a mí, jamás. Puede que sea injusta al decirlo, pero cuando pienso en la casa del country, recuerdo más mis paseos solitarios que las comidas familiares. Siempre fui ajena a las conversaciones.

Yo era un fantasma. El plato que se movía solo, la puerta que se abría sin manos, la bicicleta que avanzaba sin nadie en ella hacia los establos. Nunca sabía a qué hora íbamos a volver, siempre dependía de papá. Cuando el sol empezaba a caer, me invadía la ansiedad. De chica temía que nos quedáramos a dormir allí, aunque ocurrió pocas veces. Ocurría que la oscuridad me resultaba apabullante. 

Hubo cosas lindas. Frente a la casa, cruzando el arroyo, vivían unos chicos con los que había trabado amistad: Miguel, Rocío y Sofía. Me invitaban a ver películas, jugábamos en el ático, trepábamos el pino del fondo. Años después crucé hacia esa casa, ya cerrada y vacía, quizá en venta. Busqué el pino que de niña me había parecido inmenso. Era pequeño, de ramas flacas.

No sé qué espero ver el domingo. Tengo treinta años y mis ojos siguen cerrados.

D.