119. caballo
Papá me pasó a buscar el domingo para ir a Campo Chico. En el viaje hablamos un poco y escuchamos música. Siempre aprecié su variado buen gusto, los Rollings, Keane, U2, Phil Collins, Radiohed. Le conté que no pensaba cursar este cuatrimestre; le dije algo sobre los finales que debo, una excusa medio vaga sobre no querer seguir acumulando cosas. No se lo tomó muy en serio, pero no me reprochó. Eso vendrá después.
Fuimos de los primeros en llegar. Estaban mi abuela, Jorge y Silvia, la empleada que va a limpiar, y a quien le tengo verdadero aprecio. Saludé, caminé por la casa, me dejé tocar por los detalles.
Jorge ya había encendido el fuego para el asado, pero no había pan. Me ofrecí a ir a comprar, y Silvia me prestó su bicicleta. Cuando me subí, solté un grito de felicidad. Hacía años que no andaba en bicicleta por Campo Chico, una de las pocas actividades que me entusiasmaban en ese lugar donde casi todo el tiempo lo pasaba leyendo o paseando sola.
Hago énfasis en esto para no tener que repetirme cada vez: aprecié cada cosa. Los caminos, los árboles, las casas que ya no eran las mismas (muchas demolidas, reemplazadas por construcciones nuevas, rectangulares, impersonales), los nombres de las calles, incluso el pequeño mercado donde compré el pan.
Regresé y al poco tiempo llegaron Patricia, Carolina y mi hermano. Alto, bello, ojos como águila. A pesar de todo y de la maldición entre nosotros, lo abracé y le dije "feliz cumpleaños".
Se sirvieron choripanes, luego el asado. Se abrieron vinos que no tomé (temía que me hicieran mal, ya fuera al cuerpo o a la cabeza). Nos sentamos a la mesa, que fue más larga de lo que recuerdo haber compartido en familia: carnes, ensaladas, papas, panes, bebidas, la cocada de la abuela, dos tortas para Gerardo, café y masas.
Comí con mesura, sin decir mucho. Las conversaciones eran, en general, sobre política, viajes, nostalgias que me exceden por edad o por desinterés. Me mostré atenta como para no afectar los ánimos. Crucé algunas palabras vanas con Carolina. Poco con mi hermano.
Cuando sentí que era un buen momento, volví a tomar la bicicleta de Silvia y fui a los establos. Sabía que sería la última vez que vería a los caballos. Pensé en Federal, uno color bayo, al que me había encariñado de chica. Iba seguido a verlo. Saqué varias fotos en el camino de ida y vuelta.
Al caer la tarde, comenzó el reparto de cosas. La casa ya fue vendida; hay que vaciarla para fin de agosto. Me quedé con algunos libros y tomé un portarretrato con la única fotografía donde estamos todos juntos. Mi abuela miraba, apenada, cómo los muebles se iban desarmando y subiendo a la camioneta. El tiempo se lleva todo.
Volvimos en el auto con papá y Carolina. Ger se fue con Patricia y una biblioteca que ocupaba todo el asiento trasero. El sol caía lento mientras avanzábamos por la ruta. Charlamos un poco, luego quedó solo la música.
En un momento, a mitad de camino, recibí un mensaje de Mauricio que logró inquietarme. Me incomoda dejarlo asentado acá, pero necesitaba registrarlo en algún lado, porque su presencia, aunque breve, se mantuvo rondando mi mente durante varios días. Respondí con frialdad, y no volví a escribirle. Tampoco pienso hacerlo.
En casa me esperaban Vi y Juan. Me di una ducha larga, ni recuerdo qué cenamos. Terminamos la noche viendo una película y riéndonos. Me fui a dormir mucho antes que ellos; estaba rendida.
D.
