135. postales

I hear children playin', laughin' so loud
I don't think of your smile

Supongo que es porque nunca pude guardar demasiado.
La caja donde acumulaba recuerdos de la infancia se perdió cuando desalojaron a mamá del departamento de Los Incas. Ahí quedaron atrás libros, cuadernos, vestidos, el uniforme del colegio. Quién sabe qué otras cosas fueron dejadas en aquella habitación que me perteneció apenas un par de años y a la que no pude volver, ni siquiera un instante, antes del día fatídico del desalojo.

“Si querés volver tenés que pagarme el cuarto”, dijo mamá esa vez. Pasaron años hasta que volviéramos a hablar.

Aprovechando que Vi no está en casa, me puse a limpiar y a descartar papeles viejos, que son infinitos. Ya tiré carpetas, muy ordenadas por cierto, con impuestos que van de los años 93 al 98. Facturas de teléfono, gas, agua.

También encontré fotocopias universitarias del año 2000, de la carrera de Ciencias Sociales, a nombre de una tal Jorgelina López. Había además una agenda suya, fotos en las que aparecía como abanderada y un álbum de vacaciones con un novio. Todo eso lo aparté y lo guardé en el mueble donde deposito las cosas huérfanas de destino. No me siento con derecho a tirar recuerdos ajenos. Las fotocopias de Marx, bueno, ésas sí.

En algunas cajas vacías y en buen estado guardé mis propios apuntes de Propedéutica I, Historia Medieval y Pensamiento Histórico. Para que alguien más (o con suerte yo misma) los arroje al futuro.

Apareció también una caja enorme llena de adornos, lo que me sorprendió porque creía haber separado ya todo lo pendiente de publicar y vender. Dentro había dos budas de porcelana, enormes y feos, que acabo de limpiar y dejé secando en la cocina. También un pequeño florero de vidrio, un jarrón de cerámica, velas largas, un ángel de yeso y un galgo blanco, que aparté para regalárselo a Ailín cuando la vea. Entre papeles sueltos hallé postales enviadas desde Tokio, Atenas, Roma, Milán y Castilla, todas dedicadas “a Yoli”. Las puse en la heladera con imanes, salvo la de Atenas, que dejé junto a mis libros de griego.

Había, además, una lámpara de gas. La dejé en una caja arriba del piano para que Julio decida. Si fuera por mí, también la tiraría.
Tiraría todo. Papeles, cristales, bronces, muñequitos, cuadros, libros roídos por el tiempo. Vaciaría la casa hasta dejarla reducida a lo esencial, lo mínimo necesario. Habría tan pocas cosas que podría recostarme a mis anchas en el suelo y estirar todos los miembros de un extremo al otro.

Pero no es mi casa, y el poder de decisión se me concede por temporadas.

Todo esto vino porque detrás de la puerta del living están acomodadas unas carpetas-valija enormes, con cosas de cuando Vi iba al secundario y hacía dibujo técnico. Suelo olvidarme de ellas, porque la puerta abierta las oculta. Pero como estuve barriendo, ahí aparecieron. Ni las abrí: las reconozco por el polvo que siempre las cubre y al que, de vez en cuando, le paso el plumero. Quizás pueda encajar una dentro de otra y así aligerar un poco el espacio visual.

¿Cuántas vidas habrán atravesado esta casa? Pienso que permanecer tanto tiempo en un mismo lugar es un privilegio. O, mejor dicho, tener un sitio adonde regresar. Tendría que sentarme a contar cuántas veces me mudé: más de diez, seguro. A veces con un camión cargando mis cosas. Otras, apenas con una valija con la que atravesaba la ciudad.

Qué sé yo.
Supongo que es porque nunca pude guardar demasiado.

D.