137. menor
Me quedé leyendo hasta tarde un libro que Vini me regaló para mi cumpleaños: Lo que sabe la señorita Kim, de Cho Nam-Joo. La antología de relatos está bien, me gustó. Uno en particular quedó dando vueltas en mi cabeza, quizá porque lo leí rápido y seguí con otro capítulo, pero volvió esta mañana.
Una mujer le escribe una carta a su, ahora, ex novio, explicándole por qué, después de diez años de relación, ha decidido rechazar su oferta de matrimonio.
Toda historia escrita es, en cierta medida, autobiográfica. Eso pensé al leer el final que, a diferencia de los demás de la autora (más delicados, más cerrados), termina de forma abrupta, con un insulto.
Lo que se me quedó grabado al dormir y regresó al despertar fue: “Me hiciste dudar de mí misma.”
“Allí mismo, Gyuyeon nos confirmó que no era mi compañera, que ella y tú os habíais conocido primero. Tras escuchar su respuesta, rompí a llorar. No porque estuviera enfadada contigo o por tu cabezonería, ni tampoco porque siempre que te confundías hacías como si nada hubiera pasado y decías que cualquiera podía equivocarse, sino porque llegué a dudar de mí. Lloré porque, mientras te arrastraba hasta aquella cafetería, temblaba por dentro por si era yo la confundida.”Cuando nos reuníamos a comer con la familia de Leo G. y hablábamos de cómo nos conocimos, yo contaba que éramos vecinos en el edificio de Los Incas. Relataba, feliz, lo flechada que me sentí al abrirle la puerta por primera vez, cuando tocó el timbre para hablar con mi mamá sobre una computadora que ella le había encargado reparar. Recuerdo el impacto de sus ojos azules y su nerviosismo, cierta torpeza en las palabras al hablar conmigo.
En ese momento yo tenía 16. Salía todavía con Jorge, en idas y venidas. Leo G. estaba con Romina.
Recuerdo espiar por la mirilla de mi departamento cuando él entraba o salía de su casa. Recuerdo el sonido tras su puerta cuando yo esperaba el ascensor.
Y recuerdo muy bien que tenía 16 cuando estuvimos juntos por primera vez. La oigo a mi madre tocando el timbre de la casa de él, en medio de la noche, mientras yo me vestía.
Recuerdo el aula, las charlas con mis amigas sobre mi vecino. Yo era fabulosa: salía con alguien más grande.
Él tenía 32 años.
Pero cuando comimos con sus padres, años después, él discutía que no, que yo tenía 18 cuando empezamos a salir. E insistía.
Que no, que tenía 18.
Eso siempre me molestó. Pero incluso llegué a creerle. El tiempo se volvió borroso, difícil de medir. Tal vez sí tenía 18, llegué a pensar. Pero a los 18 yo ya no vivía en Los Incas, sino con mi padre, y había dejado de ver a Leonardo.
No todo fue malo. Hasta nuestro reencuentro en Bernal, recordaba aquellos años con cariño. Su departamento era un refugio para mí. Me dejaba quedarme cuando salía para la Facultad de Agronomía. Yo estaba a mis anchas: la cama era fresca, el living agradable. Me quedaba leyendo o jugando en la computadora.
Hacía los ejercicios de química del secundario. Una materia que sólo tuve hasta tercer año.
Podría haberte perdonado muchas cosas, Leo, si no hubieras insistido con tanto ímpetu sobre mi edad. Podrías haber evitado el tema y hablar de que éramos vecinos, que la pasábamos bien juntos. Que nos conocimos porque me invitaste a ver Labyrinth (1986). Que me mostraste bandas de música y que Maps, de Yeah Yeah Yeahs, era nuestra canción. Que veíamos Monty Python, que conocí gracias a vos y me encantaba.
Pero no, lo único importante era que yo tenía 18.
Hoy, al despertar, antes del café, incluso antes de sacar a Elvis, tomé el celular y, con los ojos entornados, le escribí este correo:
Asunto: No eran 18
Hola Leo,
Hay algo que hace tiempo no puedo soltar.
Vuelve cada tanto, como un zumbido molesto.
Más de una vez insististe, delante de tu familia, en que yo tenía 18 cuando empezamos a salir. Llegaste a discutirlo con tal obstinación que me hiciste dudar de mi propia memoria.
Hoy te lo puedo decir con tranquilidad: no eran 18.
Inicié mi primer año de universidad con 17, y recuerdo hablar de vos en el aula, con mis amigas.
Recuerdo otras cosas también, pero no vienen al caso.
No quiero respuesta.
Solo que te quede claro algo que ya sabés: no eran 18.
D.
PD: Aclaro, en el aula del colegio.
Leí en algún lado que el odio también es una forma de vincularse. Pero no lo odio.
Me apena decir que mi sentimiento hacia Leo G. está más cerca del aborrecimiento que de otra cosa.
No tengo mucho más que decir al respecto. Voy a prepararme otro café y ponerme a estudiar para Roma. Tengo que terminar unos apuntes, pero vengo a buen ritmo. Más tarde veré a Ailín, que por suerte decidió venir a mi barrio, ya que hoy no trabaja. Terminaré el libro de Cho en un café mientras la espero.