149. papá

pero una palabra tuya bastará para sanarme


Revisando mi Drive, encontré lo siguiente, que le escribí a mi padre en el 2021. Lo pego intacto: 


Miro la hora una vez más, son las 5 am. 


Papá, sé que a esta hora ya estás despierto. Es más, conociéndote es probable que te hayas levantado cerca de las 4 y corrieras las sábanas con cuidado para no despertar a tu esposa (y no se despierta porque siempre fuiste un hombre silencioso hasta con tu cuerpo). Sé que esquivaste los muebles y los marcos de las puertas sin problema, de forma automática hasta llegar a la cocina, porque viviste en ese departamento en Belgrano el tiempo que llevo con vida y lo conoces a la perfección. Te hiciste un mate y te sentaste en la mesa del living con la persiana medio levantada. Las cortinas blancas dejaban entrar la luz azul de la mañana que ilumina tus manos, esas manos grandes y cuadradas, con alguna uña chamuscada por haberse impactado contra la aspereza de una máquina. Esas manos que trabajaron tantos años y que cuidas con alguna crema que dejas en la mesa de luz. Sé que estás sentado ahí, sorbiendo el mate, viendo alguna noticia en la notebook, tal vez revisando el Facebook sin nadie que mire hacia vos. Te gusta este momento privado, tan íntimo y silencioso, este limbo entre la noche y el resto del día. Lo sé porque a mi también me gusta, te estoy haciendo compañía aunque no lo sepas. Pero yo no me acabo de despertar sino que nunca me dormí, porque últimamente no puedo hacerlo sin medicación y todavía no tengo ganas de tomarla.


Papá, escribo para llegar a vos, escribo porque si dejo las palabras en el aire van a alejarme cada vez más de donde estás. Escribo porque eso me permite quedarme acá, sentada en la penumbra añil de mi habitación, muy cerca tuyo. Escribo para regresar a donde quiero, a esa otra madrugada que pasamos juntos en tu auto, volviendo de Río Tercero. 


Habías tenido una pelea con tu esposa y su familia, no la presencié, no sé qué pasó. Sólo sé que me hiciste guardar mis cosas durante la tarde y a la noche ya estabas manejando, alejándonos de la ciudad. No te recuerdo triste, escuchamos música y reíste conmigo. Reíste hasta que comenzó a hacerse de día y un sol enorme brilló sobre el paisaje rojizo de la ruta. 


Escribo para tenerte ahí, sentado a mi lado en el sillón de tu casa, viendo el noticiero, hasta que te dije que me dolía la espalda y metiste tu mano bajo mi remera y me masajeaste entre los omóplatos. Me puse nerviosa y te mentí diciendo que ya estaba bien, porque nunca me habías tocado la piel y ese fue el gesto más íntimo que tuviste conmigo. 


Para regresar a aquella vez dónde después del asado decidiste no dormir la siesta sino que me enseñaste física porque tenía un examen el lunes. Estuviste conmigo hasta que anocheció hablando de amperes, ohms y circuitos. 


O a cuando me llevaste a Las Grutas en Uruguay y entramos a un bar construído dentro de la piedra, donde la humedad se te calaba en los huesos pero cuando salíamos al mundo el calor sofocante caía sobre nuestras cabezas. 


—Mira hija, acá hay cangrejitos. —dijiste, inclinándote sobre los pozos de agua salada.


Escribo papá, porque si no lo hago voy a volver a destruirme, voy a embriagarme de nuevo hasta la enfermedad y prefiero que sean las palabras las que me consuman hasta desaparecer en este dolor.


Perdóname, tengo que frenar, mis lentes están sucios y aunque refriegue los cristales contra el largo de la remera siguen empañados, tienen esas manchas opacas que se adhieren con saña. No me gustan estos lentes, el vidrio no es bueno y el marco parece de juguete. Tenía unos mejores, me los habías comprado vos, eran más pesados, antireflex, me decías que los usaba demasiado. Nunca te conté que los perdí, fue un accidente, porque los cuidaba mucho, pero se cayeron del bolsillo mal cerrado de la mochila en el suelo de un taxi. Estaba oscuro y volvía con Jonathan, siempre estábamos agitados por una cosa o la otra y no me di cuenta. Los busqué durante una semana hasta que llegué a esta conclusión y terminé comprando estos, mucho más baratos. Inservibles. 


Tampoco te conté que tengo una sola taza, toda blanca con un único mensaje que dice “recuerdo de La Pampa”. Ya estaba en está casa donde me mudé con mamá, una de las tantas cosas que quedó de la dueña. Era algo que no ameritaba llevarse, porque la mujer iba para un geríatrico y en un geríatrico ya hay tazas. Así que la uso yo, sobre todo porque no tengo otra. Alguna vez usé las tazas de tu casa, esas que tienen lunares, las otras que tenías no me gustaban mucho, no contenían suficiente café. Las que en una época tuvimos con mamá (esas con forma de animales, pintadas a mano, con escudos de River Plate o con mensajes que decían “te amo”) se perdieron en mudanzas, quedaron olvidadas, se llenaron de polvo y se rompieron en pedazos. Ahora sólo queda esta, esperando un mal movimiento para caer y reventarse contra el suelo. 


Dos de azúcar, nada más me dijiste una vez. Tres te parecía mucho, me comentaste que mamá le ponía la misma cantidad. Nunca me hablaste bien de ella pero recordabas esos pequeños detalles. Las costumbres del desayuno, las cremas en el gabinete del baño, los juegos de cama incompletos. 


En alguna época también tuve un neceser lleno de lápices labiales. Rojos, con brillo, Shi Seido, rosados, violetas, cremosos e intransferibles. Los guardaba en el placard de la habitación que me diste y me pintaba cada mañana antes de que me llevaras a la universidad. Vos te molestaste cuando bajé la visera del auto para ver un fragmento de mi rostro y pintarme los labios, esa muestra de sexualidad no correspondía con tu hija, no era algo que podías permitirte. Ahora tengo uno solo labial, también rojo, de una marca de mierda, de esa de las estafas piramidales que te venden las señoras por una comisión ínfima. Hace que mis labios se vean partidos y prefiero no usarlo.


Aquella vez también te molestaste por verme abrazada a un muchacho. Tenía catorce años y él extendía su brazo sobre mis hombros. No era mi novio ni jamás nos habíamos besado, pero él me estaba devolviendo a casa esa noche, como había arreglado con mi madre, antes de las once. Él había cumplido su parte del trato pero apareciste vos, hecho una furia ante el acontecimiento depravado y me tomaste del brazo y me empujaste hasta el hall del edificio. Tocabas el timbre para que mamá bajara rápido. 


Creo que te sentirías mal si te cuento las cosas que en verdad hice mal. Esas que no sabes, no las que imaginas. A veces pienso que mi existencia te resulta intolerable papá, no soy la hija con la que soñaste, fuí tu peor fracaso, el que todos pueden ver. Tu hija que no tiene un buen trabajo, tu hija que nunca se recibió, tu hija que se mueve de hombre en hombre. 


Escribo porque soy un perro herido, un animal cojo y desgreñado, sin dueño ni techo. Escribo por todos mis dolores y carencias. Perdí muchas cosas papá, no te haces una idea. Antes de que te lleves la bombilla a los labios decime por favor:

¿Qué hago con estas manos tan vacías,  si no están las tuyas frente a mi? 



Eso es todo. El sentimiento no ha cambiado. 


D.